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PREDICAR EL EVANGELIO

Gian Claudio Beccarelli Ferrari

La ascensión, por la que Jesucristo ha vuelto al Padre para sentarse a su derecha, concluye una etapa extraordinaria de la historia humana, que coincide con el tiempo de la encarnación, un plazo brevísimo, que, en sí, no supera los cuarenta años, y que, sin embargo, nos ha cambiado esencialmente …

La ascensión, por la que Jesucristo ha vuelto al Padre para sentarse a su derecha, concluye una etapa extraordinaria de la historia humana, que coincide con el tiempo de la encarnación, un plazo brevísimo, que, en sí, no supera los cuarenta años, y que, sin embargo, nos ha cambiado esencialmente la vida para siempre. Mediante la encarnación la Palabra eterna de Dios ha asumido la naturaleza humana para darnos a conocer, en nuestro propio lenguaje, el Evangelio, eso es la buena noticia de que Dios nos ama incondicionalmente. La Palabra de Dios se ha hecho hombre en Jesús de Nazaret, rechazado por la mayoría de los seres humanos, aunque haya sido acreditado por un sinnúmero de obras que su Padre celestial realizó en este mundo por medio de él, siendo la más espléndida entre todas, su resurrección.

El día en el que Jesús volvió al Padre confió a sus pocos discípulos que lo reconocieron como el Cristo -el enviado de Dios- la tarea de ‘predicar el Evangelio’ (cfr. Mc 16,15).

¿Qué significa predicar el Evangelio? Significa, en primer lugar, atestiguar que el verdadero Dios no tiene nada que ver con esa caricatura monstruosa que los seres humanos se habían erróneamente prefabricado de la divinidad. Inducidos por un engañoso complejo de culpabilidad, a pesar de que a Dios nunca nadie lo había visto (cfr. Jn 1,18), los hombres lo imaginaron como un ser soberano, autoritario y vengativo, siempre pronto a perseguir y a castigar con las penas infernales a quien por cualquier motivo infringiera sus mandamientos. Tremendamente afectados por esta falseada imagen de Dios, los hombres vivieron, y muchos todavía viven, una relación con Dios espantosa, bajo la funesta influencia del miedo.

Predicar el Evangelio significa anunciar la verdad, atestiguando, como Jesús lo ha hecho con todas sus fuerzas a lo largo de toda su vida terrenal, que Dios es un gran Padre, cariñoso y tierno, que sólo piensa en cómo reconquistar el amor de cada uno de sus hijos: de cada ser humano en el que únicamente se complace.

El fruto de la predicación del Evangelio es la fe; la fe que se manifiesta mediante un nuevo nacimiento en el Espíritu, cuyo comienzo uno exterioriza a través del bautismo. Quien cree el Evangelio se salva, porque sale del temor que lo tenía esclavizado para disfrutar de la libertad de los hijos de Dios. Quien terquea en su obstinación de no creer en la Buena Nueva pierde su oportunidad de pasar de la amargura al júbilo (cfr. Mc 16,16), por lo menos hasta que se le ofrezca otra oportunidad a través de una sucesiva predicación del Evangelio.

Éstas son las señales que acompañan a los que creen: arrojar toda clase de demonios, hablar en lenguas nuevas, agarrar serpientes en sus manos, ser inmunes al veneno y curar enfermos (cfr. (cfr. Mc 16,17-18).

Demonio es todo lo que obstaculiza la unidad. Demonios, pues, son el desconocimiento de la verdad, las actitudes egoístas, y las ideologías que siembran división y odio, impidiendo que los hombres nos reconozcamos mutuamente como verdaderos hermanos y que colaboremos para el bien común. Arrojar demonios entonces significa aprender a crear vínculos de comunión.

Como por la lengua revela cada uno lo que abunda en su corazón, hablar en lenguas nuevas se cumple cuando uno ha logrado el cambio de su mentalidad, de tal manera que pueda descifrar la armonía que Dios ha sembrado en la creación y exulta por conocer sus maravillosas obras. ¿Y qué puede darnos a entender la atrevida imagen de agarrar serpientes en las manos? Nos ayuda a saborear esto el recuerdo de la profecía de Isaías, que anuncia la extirpación de la violencia de la faz de la tierra: ‘el leopardo se echará con el cabrito y el novillo y el cachorro pacerán juntos…hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid, y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano’ (cfr. Is 11,1-9). Particularmente importante también es entender que si un creyente tomara veneno no le haría daño.

El veneno mata y tomarlo significa escuchar enseñanzas opuestas a las de Jesucristo. Pero cuando un cristiano ya tiene una experiencia viva y profunda del amor de Dios, ya no vacila como no vacilaba el ciego de nacimiento después de abrir sus ojos, quien repetía a los fariseos: ‘yo sólo sé una cosa, que era ciego y que ahora veo’ (Jn 9,25). Y curar enfermos no es otra cosa que evangelizar a otros para que también vean, oigan, hablen y caminen, limpios, en pos del Señor resucitado.

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