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NOS ES NECESARIA UNA COMUNIDAD

Ciertas cosas son tan necesarias que nos acostumbramos a darlas por evidentes, como si fueran por todos conocidas y tomadas en cuenta.

Gian Claudio Beccarelli Ferrari

Ciertas cosas son tan necesarias que nos acostumbramos a darlas por evidentes, como si fueran por todos conocidas y tomadas en cuenta. Una de ellas, tristemente olvidada por la mayoría, es la de pertenecer a una pequeña comunidad en la que podamos desenvolvernos adecuadamente. Lo requiere nuestra naturaleza esencialmente social que nos hace interdependientes. Nadie puede alcanzar la madurez evitando la convivencia, aislándose de los demás, optando por ser un misógino.

En la primera etapa de la vida, mientras nos estamos apenas formando, es suficiente la familia. Sin embargo pronto nos hace falta ensanchar el ámbito de nuestras relaciones, para que se vuelva real nuestro proceso de socialización, sin el cual no podríamos lograr una sana autoestima. A esto provee la institución escolar desde el kínder. Hay que reconocer, de todos modos, que el desarrollo personal no funciona automáticamente, y que los menores necesitan ser asistidos durante todo el tiempo por buenos educadores adultos, que sepan estimular oportunamente el interactuar entre todos, para que ningún individuo quede discriminado. Eso resultaría fatal para las víctimas inocentes.

Desde cuando ha ido consolidándose el fenómeno del urbanismo exacerbado con metrópolis que aglomeran varios millones de habitantes paradójicamente se han manifestado las graves consecuencias de la soledad bajo el amparo del anonimato. Esto significa que las personas, aunque estén rodeadas por un sinfín de gente, pasan por desapercibidas y, por tanto, se sienten libres de cualquier control social: situación nueva que no experimentaban cuando vivían en sus pequeños pueblos de origen, donde eran conocidos por todos e inevitablemente condicionados por el qué dirán. Pero mayores facilidades para el libertinaje no representan una ventaja, sino un riesgo que opone grandes obstáculos al crecimiento ético.

Dicha situación es la que ha puesto en realce la urgencia de que cada persona busque refugio en pequeñas comunidades donde pueda encontrar la retroalimentación que necesita para conservar su identidad cultural y espiritual y no ser fagocitada por el torbellino de las múltiples enajenaciones que se le ofrecen, y que, en cualquier descuido, puede absorberla.

A este problema la Iglesia, sobre todo por el ahínco con el que trata de dar respuesta a los desafíos de la pastoral urbana, busca responder dando vida a ‘pequeñas comunidades eclesiales’ en las que los fieles puedan reunirse semanalmente: para convivir, para nutrirse juntos de la Palabra de Dios, y para expresar su mutua solidaridad fraterna.

Esto recuerda lo que Jesús exigió a sus Doce primeros apóstoles cuando los llamó para organizar a su Iglesia: “Instituyó Doce, para que estuvieran con él, para enviarlos a predicar, para darles el poder de expulsar demonios” (Mc 3,14-15).

Convivir con Jesús, hoy en día, equivale a reunirse en su nombre reconociendo que él es el Señor, el Hijo de Dios, el Mesías (cfr. Mt 16,16). Prepararse para ir a predicar, significa escuchar la Palabra de Jesucristo: toda, sin quitarle nada ni añadirle nada, y asimilarla cabalmente (cfr. Ap 21,18-19). Obtener el poder de expulsar demonios, es lo mismo que cambiar de mentalidad para vivir incontaminados del mundo y cumplir la voluntad de Dios (cfr. St 1,27).

Para perseverar en la fe cristiana resulta insoslayable cultivar adecuadamente el sentido de pertenencia a la Iglesia, entendida como el Cuerpo glorioso de Jesucristo resucitado, que sigue morando y actuando en el mundo para atraer a sí a todos los hombres, quienes lo necesitan para hallar vida eterna. No basta un sentido de pertenencia que se limite al nivel intelectual ni emocional. Ha de ser una experiencia real de vida que incluya compromisos concretos que nos vinculen a la vida real de otros hermanos creyentes como nosotros. Si no perteneciéramos a ninguna comunidad concreta, compuesta de hombres y mujeres reales, cuyos nombres conocemos y cuyas condiciones de vida también compartimos, por coherencia, debiéramos reconocer que nuestra fe sólo sería una imaginación de nuestra fantasía, totalmente vana y estéril. Una comunidad cristiana pequeña, donde no quepa el anonimato, nos es necesaria para garantizar nuestra propia formación permanente, porque es como una mesa en la que nos alimentamos y un bebedero donde saciamos nuestra sed de la verdad.

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